Juntos y separados
Los recientes artículos en Página/12
sobre el accionar del papa Francisco y en especial la interesante nota de Irina
Hauser aparecida el domingo pasado vuelve a poner sobre el tapete el rol de la
Iglesia Católica en el panorama local e internacional. Una vez más es preciso
recordar que los trabajos de nuestro grupo de investigación del CEIL-Conicet
vienen mostrando lo significativo que son los catolicismos a nivel mundial,
regional y nacional.
El reconocimiento político y social es
único a nivel mundial y en América latina (la Argentina incluida) la mayoría de
los partidos políticos, movimientos sociales, grupos mediáticos, sindicales y
económicos ayer soñaban con tener un obispo o sacerdote amigo y hoy quieren
mostrar quién es el más amigo del Papa. La institución católica sigue soñando
en América latina con ser ella la que modele y regule la Patria Grande,
concepto que proviene de la larga, espesa y compleja cultura católica de
adversidad manifiesta con el liberalismo y la cultura WASP.
En esa misma concepción, el evangelismo
–en su identidad pentecostal– es expresión de una cultura cristiana que tiene
más afinidades con el actual capitalismo de emprendedores individuales, que
desconfía del Estado y de las organizaciones de la sociedad civil.
Lo que
Francisco viene proclamando día a día es fruto de varios factores: por un lado,
continúa repitiendo lo que sus antecesores en el papado llaman la Doctrina
Social de la Iglesia (DSI) y que para otros católicos debe decirse Enseñanza
Social de la Iglesia (ESI), pues va cambiando con las épocas. Tal como lo he
sostenido desde hace años, ese discurso católico es profundamente anticomunista
y desconfía del liberalismo hoy reinante. Hoy, al menos por el momento, el
comunismo es un tema de historiadores y ha dejado de preocupar al mundo
católico. Y éste es el segundo punto a mostrar: a nivel de la actual
globalización capitalista, tanto en sus grupos dirigentes como en amplios
sectores de la población de países dominantes y en sectores dominantes y
subalternos de países periféricos, el discurso e imaginario social dominante es
hoy el liberal (o neoliberal si se prefiere) de eliminación de derechos,
xenófobo, discriminatorio... Se busca abandonar el Estado social y para ello se
necesita implantar un Estado punitivo al servicio de esa globalización
desregulada que haga escarmentar a los sectores populares para que lleven al
olvido sus reivindicaciones de pleno y digno empleo e inclusión social. En
sociedades mediáticas como las que vivimos, los dueños de los medios de difusión
concentrados forman parte de esa hegemonía.
Y en tercer
lugar, el actual discurso papal necesita urgentemente recuperar credibilidad
luego de la profunda crisis –aun no resuelta– a nivel de la estructura vaticana
y de la institución católica mundial. Para alguien que viene de América latina
y de Argentina, como es el actual Papa, la seducción de la globalización o
mundialización no es igual que en sus antecesores Paulo VI, Juan Pablo II o
Benedicto XVI. Esto por la sencilla razón de que la cristiandad, sociedad y
estado europeos no son iguales a la cristiandad, sociedad y estado
latinoamericanos.
El vínculo
estrecho que se ha vivido y se vive entre religión y política en América latina
y la búsqueda constante del Estado como instrumento de presencia religiosa es
diferente en Europa y EE.UU. Además el catolicismo de la dirigencia
eclesiástica en Argentina es plebeyo y no proviene mayoritariamente de sectores
dominantes agrícolas, industriales o mediáticos.
Los
cardenales no son “herederos” sino “oblatos”, o sea le deben todo a la
institución, como fue definido por Pierre Bourdieu.
Y por
último, anunciar que toda persona es hijo e hija de Dios significa, para un
discurso cristiano tradicional –dicho esto sin juicio de valor– que merece ser
respetado primero por su calidad de persona y después por sus actos. Esto es lo
que el actual Papa –en su ambigüedad– está expresando. Amar primero al otro y a
la otra, poner la mejilla antes que condenar e injuriar, es un mandamiento
cristiano que tiene milenios detrás. Sirvió y sirve tanto para resistir como
para resignarse. La recomendación del apóstol Pablo de que el hombre no está
hecho para la ley tiene también siglos de hermenéutica tanto libertaria como
opresiva. El delincuente, el asesino, el ladrón, la viuda, los huérfanos, los
pobres son personas y tienen derechos, como lo afirma la larga tradición
cristiana.
Esa misma
larga tradición distinguió y distingue entre “pobres inocentes” con derechos y
“pobres culpables” sin derechos. Por eso hay que tener mucho cuidado cuando se
mezclan los imaginarios de diversos campos y esferas. En sociedades
democráticas la distribución de derechos es –debería ser– igualitaria y
transparente. Como la diversidad social, sexual, religiosa, penal, cultural,
familiar y etaria se construye y transforma continuamente, nunca puede ser un
proyecto finalizado. La continua ampliación de derechos y los intereses que se
ponen en juego son múltiples y pueden ser contrapuestos.
Para el tema
que venimos hablando, esa misma Iglesia que defiende a los “delincuentes” es la
misma que defiende a los niños por nacer, la memoria completa para que se
libere a los terroristas de Estado y se opone a la decisión de las mujeres a
ejercer su libre conciencia para decidir cuándo y cómo tener hijos, y a los
homosexuales a vivir el matrimonio igualitario. Es la misma, como dice el
actual Papa, que diferencia la alegría “cristiana” del placer “mundano”. El
consenso, el “todos juntos”, paraliza y atonta, pues esconde y enmascara
conflictos de intereses propios de la vida en sociedad. Se puede ir juntos en
algunos caminos y en otros habrá enfrentamientos. Por eso lo mejor es plantear
estos problemas sin intermediarios. Traerlos al ágora de la reflexión y
discusión. Los actores eclesiásticos argentinos deben manifestar su opinión en
el espacio público. Actuar de esta manera será lo mejor que le puede suceder a
nuestra vida democrática.