Morir en un país católico
Por: Juan Gabriel Vásquez
El trayecto del Aeropuerto de Dublín al
centro de la ciudad toma habitualmente unos veinte minutos, pero el día de mi
llegada nos tardamos casi una hora.
La razón, me explicaron mis
anfitriones, eran unas manifestaciones por la muerte (o las circunstancias de
la muerte) de una mujer. “Hoy me avergüenza ser irlandesa”, me dijo mi
anfitriona. Por fortuna para mí, casi una hora en un carro da para mucho, y más
si uno la comparte con una persona inteligente y bien informada, y así acabé
conociendo los detalles de un caso que debería ser ejemplar, o por lo menos
elocuente, para los lectores colombianos.
La mujer muerta se llamaba Savita Halappanavar. Tenía 31 años; era
dentista; tenía 17 semanas de embarazo cuando llegó al hospital de la
Universidad de Galway, al oeste de Irlanda, quejándose de dolores de espalda.
El diagnóstico le informó que estaba perdiendo el bebé y que la situación —el
aborto natural, quiero decir— era inevitable. Durante varios días de intenso
dolor, su marido pidió repetidamente que se le hiciera un aborto quirúrgico,
pero el hospital se negó con el argumento inicial de que el corazón del feto
latía todavía, y luego con un argumento subsidiario y definitivo: “Usted está
en un país católico”, le dijeron. Poco después, cuando el latido se detuvo, los
médicos sacaron el feto muerto, pero fue demasiado tarde: Savita Halappanavar
murió de septicemia el 28 de octubre pasado, y la mitad de Irlanda todavía no
se recupera. “Hoy me avergüenza ser irlandesa”, me dijo mi anfitriona. “Usted
está en un país católico”, le dijo el hospital al marido que ahora ha perdido a
su mujer, y que sabe, como sabemos todos, que esa muerte no era necesaria, que
hubiera podido evitarse.
Irlanda, como se sabe, es un país de
una vieja y arraigada tradición católica. Esto quiere decir, entre otras cosas,
que los grupos de presión católicos son numerosos y están muy bien financiados.
En 1983, como resultado de la muy bien financiada presión de estos grupos, la
Constitución irlandesa se reformó para prohibir el aborto, aun en casos de
violación o de complicaciones médicas o de bebés que nacerían muertos. El
resultado es que desde los años 80 unas 138.000 mujeres han tenido que viajar a
la vecina Inglaterra para abortar, incluyendo a una niña violada a sus 14 años
que en 1992 fue noticia porque el Estado quería prohibirle viajar. Las que no
pueden viajar, sea por razones económicas o (como Savita Halappanavar) por
imprevisibles razones médicas, suelen sufrir las consecuencias: las
consecuencias de un embarazo no deseado que a veces las obliga a una vida de
sufrimiento y a veces puede, simplemente, acabar con sus vidas. Como le ha
sucedido a Savita Halappanavar.
Pero la gente con la que hablo en
Dublín está de acuerdo en una cosa: todo está cambiando. La autoridad de la
Iglesia, que en 1983 estaba incólume, hoy se encuentra disminuida: en Irlanda
se han dado algunos de los casos más graves de abusos sexuales por parte de
curas y de encubrimiento doloso por parte de la Iglesia. Con algo de suerte (o
de sentido común), las manifestaciones que entorpecieron mi llegada acabarán
forzando a los partidos políticos a revisar la reforma de 1983, y dejará de ser
necesario que una mujer joven y sana muera solamente por vivir en un país
católico.